PIEZA DEL MES
Mínimo equipo para la primitiva anestesia.
Es bien sabido que durante la mayor parte de la historia el hombre se ha visto en la penosa circunstancia de tener que someterse a intervenciones quirúrgicas sin poder soslayar el dolor. Aunque desde tiempos muy lejanos se ensayaron diversos métodos “pseudoanestésicos” como la aspiración de una esponja denominada “soporífica” –embebida en jugo de opio, beleño y mandrágora-, el uso del peyote por los aztecas o del opio en zonas orientales, no hay que olvidar otros procedimientos de “acción local”, como la aplicación de hielo en la zona a intervenir o la compresión de miembros. Sin embargo, la acción instrumental del cirujano infligía “dolor sobre dolor”, lo cual le situaba en una tesitura de angustia ante el enfermo pues no era ajeno al sufrimiento de éste.
Casualmente, a mediados del siglo XIX, se introdujo la anestesia en la práctica quirúrgica. A finales de 1844, un químico de nombre Gardner Q. Colton paró en Hartford (Connecticut) para realizar una demostración pública con el óxido nitroso o “gas de la risa”, atracción que se había puesto de moda pues provocaba efectos curiosos entre quienes lo ingerían ya que se desinhibían y cometían toda clase de disparates. Sin embargo, esa fase de euforia provocada por el gas se alternaba con otra de abolición de la sensación del dolor.
Aquel día 10 de diciembre de 1844, un dentista de la localidad, de nombre Horace Wells, acudió a la demostración y observó que su vecino, además de haber experimentado los efectos alegres tras la aspiración del gas, había sufrido también un golpe en la pierna, sin llegar a quejarse. Al regresar a su sitio, Wells le preguntó si no sentía dolor, extrañándose aquel de la pregunta pues no recordaba golpe alguno. Se levantó la pernera del pantalón y comprobó que sangraba. “Eureka”, pensó Wells.
A la mañana siguiente acudió Colton a la consulta dental de Wells con su gas hilarante. Éste lo aspiró, por no comprometer la salud de nadie, y su ayudante John M. Riggs le extrajo una muela sin que Wells sintiera dolor alguno. Este es el momento más comúnmente aceptado de la iniciación de la anestesia como la entendemos después.
Con el óxido nitroso vinieron a alternar otros compuestos como el Éter y el Cloroformo. El primero fue aplicado por William T. Morton, un antiguo socio de Wells, con el que entró en disputa sobre la primacía del descubrimiento anestésico. Incluso disfrazó el éter, fácilmente detectable, añadiéndole perfume a fin de que no fuese reconocido. La pugna acabó con el suicidio de Wells, afectado de un gran deterioro físico por inhalación de diversos agentes con los que quiso probar sus efectos.
La aplicación de los productos de Morton era más sencilla. En una mínima estructura de grueso hilo metálico, como la que traemos a este número, de dimensiones suficientes para abarcar tanto los orificios nasales como la boca, se adaptaba un pañito, el cual se mojaba con éter o con cloroformo. Eso era todo. Aspirarlo el paciente y entrar en inconsciencia era cosa de segundos.
La máscara acoge una botellita en la que se deposita uno u otro líquido, que tienen salida gota a gota a través de un fino tubo que atraviesa el tapón, junto a otro que permite la entrada de aire para que no se produzca el vacío. Ambos artilugios, mascarilla y botella, se adaptan a un estuche de cuero que se puede transportar fácilmente en un maletín de médico al uso.
MI DONACIÓN
Lámina ORL.
El Presidente de la RANM, Excmº. Sr. Prof. Joaquín Poch Broto ha donado al MMIM una lámina de su especialidad. Con un trazo muy elemental quedan representados pabellón auricular, conducto auditivo y oído interno, junto a estructuras vecinas. Están coloreadas dichas estructuras de manera didáctica, seguramente por el propósito docente de esta lámina de procedencia arábiga.
Al mismo tiempo tiene anotaciones en grafía árabe, probablemente persa. La lámina, como otras veces hemos comprobado en representaciones diversas, algunas de contenido asimismo médico, está pegada sobre un soporte autógrafo que se aprovecha para darle consistencia, sin que tenga que ver con lo allí representado.
MADRID, MUSEO DE LA MEDICINA.
Monumento a Jiménez Díaz.
No podía ubicarse en mejor lugar. En la Plaza de Cristo Rey, entre dos hospitales, uno de los cuales es la Fundación que lleva su nombre, el otro el Hospital Clínico de San Carlos, se puede contemplar entre una arboleda diversa en la que no falta incluso una palmera, un conjunto peculiar cuya autoría es de don Juan de Ávalos, quien debió concluirlo en 1969.
Preside el conjunto una larga columna de granito blanco en cuya cima se contempla en relieve el retrato de don Carlos Jiménez Díaz en actitud reflexiva, acaso sobre lo que acaba de leer en el libro que sostiene su mano derecha. La izquierda compone la figura sujetándole la frente. Bajo este relieve se lee: AL MAESTRO DE LA MEDICINA. CARLOS JIMÉNEZ DÍAZ. EL HOMBRE LA CIENCIA LA PATRIA. LE RINDEN HOMENAJE.
La alta columna descansa en la más superior de las tres alturas de una escalera de ladrillo rojo que baja hasta un estanque que en la actualidad permanece seco. Este pequeño estanque está custodiado por tres figuras de bronce, dos mujeres y un varón. En sí, el homenaje a esta figura de la medicina española del siglo pasado supera al conjunto, el cual merece un replanteamiento pues desde hace años viene impresionando de abandono, sirviendo el estanque como papelera.
Conviene recordar que el lugar es a propósito por la íntima proximidad con el “Hospital Universitario Fundación Jiménez Díaz”, inaugurado el 1 de julio de 1955 sobre las ruinas de la Fundación Rubio como “Clínica de la Concepción” –no por casualidad sino en honor de la patrona de su esposa, de tal nombre- por el propio D. Carlos, acompañado de un plantel de excelentes colaboradores, tales como Horacio Oliva, Gregorio Rábago, Luis Hernando, Mariano Jiménez Casado, Pedro Fernández del Vallado o José Sánchez Fayos, entre otros. En 1962 pasó a ser “Fundación Jiménez Díaz.”
Don Carlos Jiménez Díaz ha sido tratado por los historiadores de la medicina española entre los grandes internistas del siglo XX. Nacido en Madrid en 1898, cursó la Medicina en la Universidad Central, si bien de una forma peculiar pues no siendo de su agrado la mayoría del profesorado, decidió acudir a las clases de Cajal, Hernando y Azúa, estudiando las demás asignaturas en la biblioteca. Catedrático a la temprana edad de Patología y Clínica Médicas en Sevilla a la edad de 25 años, pasó definitivamente a la de Madrid en 1926, donde permaneció hasta su fallecimiento, en 1967. El 14 de diciembre de 1932 ingresó en la Real Academia Nacional de Medicina como Académico de número.
Visita al Museo Homeopático.
El pasado 16 de febrero, los miembros de la Unidad técnica del MMIM realizaron un visita al Hospital de San José e Instituto Homeopático con el fin de visitar el museo de esta última institución.
Declarado “Bien de interés cultural” en 1997, el conjunto, rodeado y protegido por una sobria reja, está ubicado junto a la céntrica Glorieta de Quevedo madrileña (calle Eloy Gonzalo, 3 y 5). Ambas instituciones fueron construidas en el mismo recinto entre los años 1872 y 1877. El edificio es de estilo neogótico y en la actualidad, tras haber cesado sus actividades la Universidad de Alcalá de Henares, no tiene uso, aunque su estado de conservación es todavía muy aceptable. Originariamente, atendido por las Siervas de María y después por Hermanas de la Caridad de San Vicente de Paúl, tuvo capacidad hospitalaria para 50 enfermos. Después pasó a ser Residencia, hasta el año 2007.
Su llamativa fachada orientada al mediodía y precedida de un amplio jardín en el que tras la escultura de San José descansan los restos del mecenas, el Dr. José Núñez Pernía, Marqués de Núñez, sus históricas salas o sus amplias galerías, ambientan perfectamente en la época, por lo que viene siendo reclamado constantemente para el rodaje cinematográfico que se desenvuelve en la época.
Dr. José Núñez Pernía, en una publicación de la época y su lápida mortuoria.
La institución albergó un consultorio homeopático –en la actualidad un grupo de médicos homeópatas mantienen la actividad en sus consultas- atendido por los médicos de la Sociedad Hahnemanniana Matritense. En las paredes de la que fuera capilla pueden leerse los nombres de los más célebres homeópatas, como C. Martín Somolinos, R. Pernía, incluso los Académicos H. Rodríguez Pinilla, J. Hysern o F. de Castro y Pascual.
Junto al extremo oriental se alza una casa de ladrillo, de estilo neomudéjar, que alberga el Instituto Homeopático, en cuya zona más central se guarda el Museo de la Homeopatía y Farmacia homeopática. Consta de una antesala cuyos enseres pertenecen a la época y en cuyas vitrinas se guardan libros de homeopatía y valiosos recipientes de oficina de farmacia. Esta antesala, sin techar, que comunica con el piso superior a través de una especie de patio interior, da paso a lo más propio del museo, constituido por referencias documentales, libros y toda clase de útiles propios de la homeopatía, destacando los muy variados botiquines homeopáticos. El visitante reúne información suficiente para hacerse una buena idea del pasado de esta actividad que tuvo su auge a finales del siglo XIX y principios del XX.
La Fundación Instituto Homeopático y Hospital de San José es propietaria del amplio conjunto inmobiliario y está sujeta al control de Ministerio de Sanidad y Consumo.