El vocablo “dentífrico” deriva del latín dentifriciu(m), a su vez compuesto de dente(m) + fric(are) + i-um. No significa, pues, sino el uso de algunos compuestos para frotar los dientes. Desde lo más remoto de la civilización occidental la sonrisa fue estimada en lo mucho que representaba para el ser humano. Los filósofos griegos y latinos de la antigüedad consideraban indigna una boca desaseada en quienes hacían uso ilustrado de la palabra, no en vano eran modelos a imitar, hombres ejemplares, por ello las fórmulas dentífricas aparecieron en tiempos tempranos y ya en el Corpus Hippocraticum se menciona algún compuesto que “limpia los dientes y les proporciona buen olor.” La literatura médica histórica no escaseó en dentífricos en cualquiera de sus fórmulas: polvos, pastas o elixires que con su empírico uso también blanqueaban los dientes y embellecían así la sonrisa. Podemos encontrar estos compuestos en un importante número de libros antiguos de la biblioteca no sólo odontológica sino médica, bien es cierto que se ignoraba aún el fundamento científico último por el cual una boca limpia solía ser también una boca sana, libre de enfermedades en los dientes y encías. La historia del dentífrico está vinculada a la sonrisa en lo mucho que ésta supone para la especie humana y una sonrisa perfecta sería con el tiempo el mejor reclamo publicitario de un dentífrico. En definitiva, “La sonrisa es una bienvenida universal”, diría el escritor Max Eastman, de ahí su alta estima en un mundo de relación como es el humano, de ahí esta larga tradición en el empleo cotidiano de aquellas fórmulas que ayudan a conseguirla.
Prof. Javier Sanz Serrulla
Académico de Número electo de la Real Academia Nacional de Medicina
Comisario de la exposición